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viernes, 30 de abril de 2010

ESPANTAPÁJAROS

Después de mucho cavilar, Hombre había encontrado la solución, la manera de evitar que los malditos pájaros le robaran lo que era suyo.

Estaba seguro de que la cosecha sería la mayor de todo el valle, que a partir de aquella, todas las demás también lo serían, pero ni aún así llegó a cambiar el gesto grave. Pensaba en los nuevos problemas, en el modo más rápido de recoger tal cantidad de grano, en elegir un lugar seguro y cercano a su cabaña para levantar un cobertizo, en guardarse de los malintencionados, en los recelos del chamán...

Con el tiempo, también encontraría una solución para eso, pero antes debería ponerse manos a la obra. No le supondría mucho trabajo, tan solo necesitaba unos cuantos palos y unas pieles rellenas de despojos, con eso bastaría para construir su guardián de las semillas.

Empleó el resto de la tarde en dar forma a su idea. Clavó dos maderos en el mismo centro del sembrado, sobre ellos dispuso un gran corpachón lleno de borra y paja al que ató unos largos brazos de rama. Después lo abrigó con los harapos de una vieja capa, y le dio más. Larga melena de hojas, cabeza de cáscara de calabaza, ojos de carbón, nariz de zanahoria, y con la punta de su cuchillo, una sonrisa quebrada. Tan solo le quedaba armarlo, y para eso, fue en busca de una vieja hoz astillada que un día tiró en la trasera de su cabaña.

Al terminar, contempló orgulloso a su guardián. Visto en la penumbra su aspecto era realmente amenazador, ligeramente encorvado hacia delante, como si estuviera a punto de dar el primer paso hacia su enemigo. Era seguro de que no sólo asustaría a los pájaros, cualquier extraño se lo pensaría dos veces antes de acercarse. Esa noche, antes de dormir, se preguntó muchas veces como es que no se le había ocurrido antes una idea tan magnífica como aquella.
A la mañana siguiente, con las primeras luces, descubrió satisfecho que ni un solo pájaro se posaba en sus campos. Con un grito triunfal señaló a lo más alto, allí donde, con las alas extendidas y trazando grandes círculos, planeaban entremezcladas bandadas enteras de cuervos, urracas y gorriones.

Durante todo aquel día, Hombre apenas trabajó. Su cabeza estuvo siempre ocupada en imaginar la reacción de los demás ante su gran idea. Suponía que la mayoría alabarían su ingenio, al menos al principio, después llegarían las envidias, los reparos que el chamán pondría a su criatura. Le recordaría sin duda, que la figura humana era tabú, que los dioses podían enojarse y castigarles a todos por su culpa. Decidió enterrar esos asuntos bajo montañas de grano, e intentó calcular cuantos esclavos tendría que comprar para recoger tan inmensa cosecha, las herramientas nuevas que encargaría al herrero, los pasos a seguir tras dejar de ser nadie y convertirse en el más respetado y poderoso de todo el valle, el escrupuloso orden en que haría pagar a sus vecinos por todas las afrentas del pasado...

Con aquel último y perverso pensamiento entró en su cabaña, cerró la ventana, y se arrebujó en su catre. Un instante después, Hombre cayó en lo hondo de un sueño, uno tan negro y espeso, que una vez llenó su cabeza, siguió creciendo y creciendo hasta salir de su cuerpo, hasta llenar la cabaña.

Afuera, en los campos, ocurrieron cosas igual de extrañas, cosas que nunca antes ocurrieron. El sol se puso, pero los pájaros continuaron volando en círculos, no regresaron a sus nidos, danzaron sin descanso, dando vueltas y vueltas sobre los campos. Tal vez fue por eso que el temible guardián de las semillas cobró vida entonces, tal vez por eso los grillos guardaron silencio, tal vez por eso la mirada vacía de calabaza se llenó de luz de luna, y tal vez por contemplar cosas tan insólitas, las aguas del río detuvieron su paso mientras todo lo imposible sucedía.

Los ojos del guardián contemplaron el mundo por primera vez. Recorrieron los campos, treparon las montañas, y cuando regresaron al llano, fueron hasta más allá de los bosques de poniente, más allá de las colinas negras. Después ascendieron, volaron en compañía de aquellos hermosos seres alados que desde lo alto, le saludaban y le daban la bienvenida a la vida. Por eso alzó sus manos, necesitaba abrazarles, acariciar sus pequeños cuerpos, derramar cuanto antes el infinito amor, el agradecimiento que sentía por todas las maravillas que se le habían entregado.

Los pájaros se alejaron aún más del monstruo, temían que sus terribles garras llegaran a alcanzarles. Sabían muy bien que una vez los atrapara, serían devorados al instante, o peor aún, torturados hasta la muerte. No podía ser de otra forma. Sólo así tendrían sentido aquellos dedos retorcidos, aquella sonrisa dentada, la cortante hoja que blandía en el aire, o el escalofriante fulgor de sus ojos.

Entonces, uno de aquellos seres cayó de los cielos. El guardián quiso acudir en su ayuda, pero le fue imposible. Sus piernas se negaban a dar aquél primer paso, estaban ancladas al suelo. Se debatió con todas sus fuerzas en el intento por liberarlas y tuvo que escarbar entre sus pies para conseguirlo. Avanzó tambaleante al princípio, sacudiendo sus delgados y desproporcionados brazos en el aire para mantener el equilibrio, atento a cualquier cosa que se moviera entre el sembrado, deteniéndose a cada poco para escuchar atentamente en medio de un silencio absoluto.

Cuando creía haber perdido definitivamente el rastro y estaba a punto de darse por vencido, le llegó un débil y entrecortado aletear. El sonido se alejaba de él poco a poco, aquel ser se arrastraba con la intención de escapar. El guardián aceleró entonces el paso y no tardó en darle alcance. Estuvo a punto de pisarlo, sus piernas de madera aún se negaban a obedecerle en todo. Entre ellas lo descubrió, exhausto y maltrecho, tembloroso de frío y miedo. Al verse atrapado entre aquellos dedos de rama, y en un último esfuerzo, el animal se revolvió sobre sí mismo y lanzó un grito. El guardián se quedó muy quieto, fascinado al descubrir los diminutos ojos verdes de aquel pequeño y hermoso ser. Contemplándoles en la distancia, nunca hubiera podido imaginar que cupiesen tantos rojizos en su pecho, tantos dorados entre las plumas pardas de sus alas.

-No temas nada amigo –dijo el guardián, con una voz que nunca nadie había escuchado.
-¿Amigo? –preguntó el cuervo con un graznido.
-Si, amigo. Soy el que os saluda desde aquí abajo, en el sembrado.
-No intentes engañarme, yo sé muy bien quien eres, eres el espantapájaros.
El guardián negó sacudiendo su cabeza, y cuando iba a hablar de nuevo, el cuervo graznó desafiante.
-¡Adelante! ¡Acaba conmigo de una vez! ¿A que viene tanto disimulo? Al fin has vencido, te has salido con la tuya maldito espantapájaros. Ni yo ni mis hermanos hemos podido alimentarnos en todo el día, pronto caerán desfallecidos a tus pies el resto de los míos. Hombre te estará agradecido por tan buen servicio, tal vez te dé algo más, algo más viejo y sucio, algo que ya no le sirva.
-No... no, yo no... –balbuceo confundido el guardián.
-Venga espantapájaros, adelante, mátame ya, para esto te han creado.
Como única respuesta, los dedos retorcidos del guardián acariciaron la punta de un ala; un momento después, y con sumo cuidado, apretó al pájaro contra su pecho. Se agachó entonces, y tras arrancar unas cuantas semillas del suelo, las fue dejando en el pico del asombrado cuervo.
-¿Qué haces espantapájaros? ¿Es que no me vas a matar?
-Yo soy vuestro amigo. No sé quién soy... pero sé que no soy espantapájaros, sé que no quiero matar. Sólo ser vuestro amigo, amigo del río, amigo del bosque, amigo del viento, de la luna... Quédate un tiempo conmigo amigo cuervo, entre la paja de mi cuerpo volverá tu calor, y con las semillas del sembrado volverán tus fuerzas. Pronto podrás volar otra vez, pronto estarás con los tuyos allá arriba, y así todo estará bien.
-Entonces... ¿No odias a los pájaros? ¿No eres malvado?
-¿Por qué habría de serlo? Tú y tus hermanos me hacéis feliz con vuestras piruetas y vuestras danzas con la luna, por eso os saludaba, nunca os haría daño.
-¿Nos saludabas? Nosotros creíamos que querías espantarnos, alejarnos de las semillas. Cuando alzabas las manos... tu sonrisa era tan...
El guardián se llevó las manos de rama a su rostro de calabaza, se miró los brazos de estaca, las piernas hechas de maderos, y fue entonces consciente de su terrible aspecto.
-A pesar de todo no os haría nunca daño... ¿Por qué habría de hacerlo? –se repetía el guardián.
-Porque nos comemos las semillas. Hombre cree que son suyas y de nadie más. Piensa que todo crece para él, que el viento sopla para él, que la lluvia cae para él. Olvida que mucho antes de que naciera ya crecían las espigas, el viento sembraba, y el cielo regaba la tierra. Es un ser cruel, débil, envidioso y ladrón por su propia naturaleza. Roba un pedazo de tierra, levanta su cabaña y enferma de avaricia. Todo le pertenece, lo que puede tocar y lo que no, siempre ha sido así de estúpido y seguramente, siempre lo será.
-Entonces... alguien debería decirle...
-Yo que tú no lo haría. Hombre no es sólo malo y codicioso, tiene dentro de él algo mucho peor. Hombre siempre tiene miedo. Eso le hace muy peligroso, le hace ver lo que no existe, le llena de odio.
-Hablaré con él, pensaré en la manera, entenderá...
-No entenderá nada, te digo que hombre no es bueno.
-Sí que lo hará, yo sabré como.
Tanta era la fe que el guardián ponía en las palabras, tanta su seguridad, que el cuervo dudó por un instante si aquello sería posible.

Durante un tiempo, descansó en las entrañas del guardián. Allí se alimentó, allí se refugió de la helada y del viento, hasta que un día, las fuerzas volvieron a sus alas. Entonces regresó junto con sus hermanos para hablarles de aquel que pudiendo ser terrible, prefería ser bondadoso.

La buena noticia voló por todo el valle. Los cuervos se lo contaron a los gorriones, los gorriones a las urracas, ellas a los verderones, ellos a las palomas, a las tórtolas, a las perdices, y estas a todos los demás pájaros del cielo.

Nadie supo de la razón por la que el guardián eligió precisamente aquella noche para hablar con Hombre. Puede que simplemente no hubiera ninguna, pero lo cierto es que justo antes de que entrara en la cabaña, una nube de color mal presagio, cubrió los ojos de la luna.

Al ir a llamar, advirtió que la puerta cedía. Era sólo una prueba más de que el destino aprobaba su decisión. La empujó muy lentamente, y antes incluso de abrirla del todo, percibió un tenue resplandor anaranjado que inundaba todo el interior. Era aquel un extraño animal, pero también el más hermoso que nunca había visto. Sus formas cambiaban constantemente, los tonos de su piel eran rojizos, amarillos, naranjas a veces, incluso azules, y un tenue velo negro bailaba inquieto sobre él. Habitaba en una especie de hueco en la pared, sobre un grueso y renegrido tocón de madera que parecía ser su alimento. No pudo resistirse a la tentación de verlo desde más cerca y casi se olvidó de la razón por la que estaba allí. Al acercarse e intentar tocarlo, el animal le mordió, no muy fuerte, y aunque apenas le dolió, fue suficiente como para no volver a intentarlo.
Un seco ronquido le hizo mirar a su espalda. Hombre dormía en un rincón, casi al lado de la puerta, resoplaba inquieto, encogido sobre sí mismo, balbuceando palabras sin sentido, con el resplandor anaranjado del animal pegado a la piel.

El guardián dudó por un instante y rebuscó en lo más hondo de su calabaza algo que le ayudase a tomar la decisión correcta. Encontró las advertencias del cuervo, un susurro del viento, la mirada torva de Hombre oteando el cielo... y con tan poca cosa, alargó su mano hasta tocarle la mejilla. El primer intento no bastó para sacarle del profundo sueño, el guardián tuvo que insistir varias veces más, y cada una de ellas con más fuerza. Hasta que al fin, Hombre abrió los ojos.

Una bocanada de terror le inundó por dentro. Aún aturdido, pero sabiéndose despierto, creyó que los habitantes de sus pesadillas se habían hecho realidad. Aquellas garras retorcidas y punzantes le acababan de tocar. Se llevó la mano a la cara y notó el escozor de una herida, la humedad de la sangre, tal vez de un simple rasguño, tal vez de una herida mortal.

Hombre saltó de su camastro con un alarido, y tras buscar desesperado un escondite que no había, se lanzó en pos de su hacha. Sintiéndose acorralado, blandió su arma ante el monstruo, tenía que impedir que se acercara lo suficiente como para herirle de nuevo, y en el intento, pudo reconocer al espantapájaros que había construido días atrás. No le sirvió de consuelo, fue incluso peor el saber que alguna especie de brujería le había dado la vida convirtiéndolo en una espantosa abominación. Las garras se alzaron de nuevo en el aire, el espantapájaros avanzó hacia Hombre con decisión, y el fuego de la chimenea quedó tras la horrenda criatura. Sus ojos vacíos se cargaron entonces de un rabioso resplandor, y su boca, también de fuego, se alargó en una sonrisa imposible.

Sin tiempo suficiente como para escapar por una ventana, y con el monstruo bloqueando la puerta, Hombre se vio perdido. Tal vez gracias a eso, encontró el valor suficiente como para aferrar el mango del hacha, y disponerse a vender cara su vida.

El chaman ya le había advertido de la existencia de demonios así, seres maléficos que alentados por viejos espíritus, devoraban cuerpos y almas desde el principio de los tiempos, seres temibles y poderosos, seres que no estaban ni vivos ni muertos, pero que podían ser destruidos.

Repitiéndose a sí mismo aquellas palabras, no le resultó demasiado difícil descargar el primer golpe de hacha sobre el demonio. La hoja se hundió en su pecho, lo traspasó de parte a parte dejando un enorme desgarro del que colgaban entrañas de paja y borra. Hombre se reprochó todos sus miedos ante un ser tan frágil. Contemplando asombrado los efectos del primer envite, supo que su victoria era segura y lo celebró con una escalofriante carcajada. El monstruo retrocedió, parecía aturdido, asombrado por todo, ahora era él el que miraba desesperado en todas direcciones buscando refugio y se protegía con las manos de los ataques de Hombre. En uno de ellos, el filo del hacha encontró un brazo del espantapájaros y lo cortó de un solo tajo. Los dos quedaron mirándolo durante un momento, viendo perplejos como la rama de árbol se retorcía en el suelo, cada vez con menos fuerza, hasta quedar inmóvil. El demonio dio un nuevo paso hacia atrás, muy cerca del fuego, tanto, que alguno de los hilos de borra que caían por su espalda comenzaron a humear. Hombre sonrió satisfecho, había encontrado otra manera de destruir al monstruo, otra mucho menos arriesgada que despedazarla a golpe de hacha. Sin un instante de duda, se situó junto a la chimenea y valiéndose de su arma, barrió la base del fuego para lanzar una lluvia de brasas sobre el demonio. Algunas de ellas se hicieron llama en el interior de su hueca calabaza, entre la paja de su pecho abierto, otras en la madera seca de sus piernas, todas en su corazón.

Espantapájaros conoció el miedo, lo descubrió al poco de entrar en la cabaña, en los ojos de Hombre. Supo además de cómo ese oscuro sentimiento podía pasar de unos a otros con tan solo una mirada. También conoció el dolor, y el odio, y todo lo malo que de pronto pareció llenar el mundo. Por eso huyó. No podía soportar por más tiempo la mordedura del extraño animal, que al ser golpeado, se había convertido en los muchos que ahora crecían prendidos a su cuerpo y amenazaban con devorarle.

Corrió, corrió tan rápido y tan lejos como sus piernas retorcidas le permitieron, sin saber qué dirección tomar, dejó tras de sí los sembrados, y cruzó todo lo ancho de la vega para entregarse al inmenso esfuerzo de ascender la gran colina. Llegó a su cima, solamente entonces se dio por vencido, las llamas no le habían abandonado, continuaban abrazándole, pero ahora incluso con más saña, con la voracidad de una bestia hambrienta, convirtiéndole en una antorcha viviente que podía ser vista desde cualquier punto del valle. Sabía que le quedaba muy poco tiempo y no debía desperdiciarlo, por eso dejó atrás todo lo malo que encontró en la cabaña de Hombre. Con el último rastro de consciencia quiso contemplar por última vez los campos, el bosque, las montañas, la luna... y sobre su claridad, descubrió el oscuro de una pequeña nube que avanzaba rauda hacia él.

Era el cuervo. Mientras buscaba una corriente de aire que lo elevara hasta lo más alto, una extraña luz llamó su atención, era su amigo convertido en una antorcha viviente, huyendo desesperado a través de los sembrados. Ahora, y en compañía de sus hermanos de bandada, acudía en su ayuda.
Aún a riesgo de abrasarse, se lanzaron como uno sólo sobre lo poco que quedaba del espantapájaros. Sin importarles el peligro, revolotearon entre el fuego para intentar apagarlo, pero todo esfuerzo fue inútil. El cuerpo del que fuera su amigo se desmoronaba entre las llamas, y mientras, el valle entero parecía contener la respiración.

Mucho después de que todo acabara, los cuervos continuaron batiendo sus alas sobre los rescoldos en un vano intento de insuflarles vida, pero sólo consiguieron esparcir los restos de su amigo a los cuatro vientos, y que la densa humareda tiñera de negro sus plumas para siempre.

(Imagen:Enrique Grau)

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