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martes, 20 de abril de 2010

MARTE

Recuerdo que durante un breve instante, dejé descansar la mirada sobre la firma que figuraba al final de la nota, la que encontré en el bolsillo trasero de mi mono interior. Alguien del equipo debió de ponerla ahí sin que me diera cuenta, sería poco antes de que me enfundara el traje espacial. En aquél momento, me pareció algo impropio de profesionales serios, contravenía todas las normas del protocolo de seguridad, y aún así, tuve que sonreír al leerla.

Tenía su gracia.

Me concentré de nuevo en los preparativos del despegue. A medida que se acercaba el momento del lanzamiento, la tensión se hacía más y más evidente en cada rostro, ya no había apenas palabras, todo eran gestos de asentimiento y breves confirmaciones rutinarias cien veces repetidas.

Se me advirtió que las últimas horas serían las más difíciles. El viejo sueño estaba a punto de hacerse realidad, un sueño de proporciones infinitamente mayores que el de llevar a un hombre a otro planeta. Un viaje de cincuenta y seis millones de kilómetros, la mayoría de ellos en estado de hibernación. Dos años que durarían lo que un abrir y cerrar de ojos, siempre bajo la mortal amenaza de cualquier imprevisto, y con la certeza de no poder regresar jamás a la Tierra... pero todo era nada en comparación con la satisfacción de llevar a cabo la misión espacial más importante de la historia.

Lo que hace veinte años se calificaba como un proyecto prácticamente irrealizable, era ya realidad, incluso había ido mucho más allá de los objetivos más audaces. La humanidad colonizaría Marte. Yo sólo era el primero de otros muchos. Un selecto grupo de hombres entregados a la misión de vencer al planeta rojo, conquistar su inmensidad, transformarlo en un nuevo mundo, en una segunda oportunidad para quienes habían hecho del suyo, un irrecuperable y superpoblado estercolero.
El proceso sería lento. Incluso los cálculos más optimistas afirmaban que sólo la primera fase nos llevaría más de un siglo, hidratar su atmósfera, enriquecer los suelos, controlar los niveles de radiación... pero el esfuerzo merecería la pena.

Con varios meses de antelación, y mediante naves no tripuladas, se enviaron las diferentes partes del domo autoinstalable en el que ahora me encuentro. Es una sólida estructura completamente automatizada y autosuficiente que me podría proporcionar energía, agua y alimento durante varias vidas. Su interior es bastante confortable dadas las circunstancias. Dispone de un completo laboratorio, sala de estar, cabina de aseo personal, un extraordinario centro multimedia de entretenimiento y comunicaciones, y hasta un pequeño gimnasio. Todo lo necesario para disfrutar del escaso tiempo de ocio del que dispondría si los trabajos de terraformación hubieran comenzado... si el resto de colonos hubieran llegado con todo lo necesario para construir las primeras plantas emisoras de gases... si la compuerta de salida al exterior no estuviera bloqueada...

Ya apenas llamo a la Tierra. He perdido toda esperanza de ser respondido por otra voz humana y no por esa extraña interferencia, ese desquiciante sonido, esa risa imposible y burlona. Ahora paso casi todo el tiempo leyendo una y otra vez la nota que encontré el día del despegue... así no pienso tanto en el suicidio... así dejo de oír los golpes que desde hace años resuenan en la compuerta de entrada. No es que sean demasiado molestos, ni mucho menos, en realidad son tímidos y delicados, como el que harían un montón de pequeños puños llamando educadamente a una puerta.

Fuerzo la vista, leo de nuevo aquellas palabras casi borradas de tanto perseguirlas con el dedo, y río, río hasta que me rompo por dentro, río como nadie ha reído antes, río hasta que creo morir... y después vuelvo a leer.

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No os atreváis a invadir nuestro planeta u os arrepentiréis.

Firmado: Los marcianos.

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