Translate

sábado, 24 de abril de 2010

SINESTESIA

Chechu siempre lo confundía todo. Si la maestra le preguntaba cuantas eran seis por tres, él siempre ponía esa cara tan suya, la de quien busca la respuesta en el aire. Un buen rato después, cuando por fin parecía haberla encontrado, decía cosas absurdas, como por ejemplo: “amarillo rosado” Lo que ocurría entonces era que todos los demás rompían a reír, todos menos la maestra claro está. Ella no. Ella juntaba las cejas como lo hacía cuando no encontraba la solución de un problema complicado.

Al terminar la clase las burlas continuaban, al salir del colegio se hacían incluso más crueles, más dolorosas, pero nunca habían llegado a tanto.

La primera bofetada resonó a lo largo del estrecho callejón hasta el que le habían arrastrado. De la segunda sólo tuvo noticia a través del escozor de su mejilla. Un lacerante pitido en los oídos, producto de la primera, le alejó de todo, incluso de los insultos y las amenazas de Amador y Ángel.
-¿Es que no vas a decir nada tarado de los cojones? ¿Pero qué coño miras? ¿Qué te pasa imbécil, quieres otra? A ver si te enteras de una puta vez de que en este barrio no nos gustan los bichos raros ni los retrasados –le dijo Amador desde muy cerca y mirando a Ángel de reojo.
-¿Es que no vas a hacer nada pedazo de cobarde? –añadió Ángel a su espalda- Te advierto que se nos está acabando la paciencia. Así que deja de poner esa cara de maricón y prepárate para pelear como un hombre. Eso... o te reventamos a hostias. Tú eliges.

Chechu nunca les miró a la cara, nunca escuchó las palabras de aquellos chicos, y no era por desprecio, era que simplemente las buscaba en el aire, en el mismo aire en donde tarde o temprano, aparecían las repuestas a las preguntas de la maestra. Cada una de ellas venía envuelta en una tenue nube, a veces blanca y a veces de colores, que flotaba en el aire durante un momento y desaparecía con la llegada de la siguiente. Aquellas nubes le recordaban a los bocadillos de los personajes de un tebeo, bocadillos que además de palabras, contenían sabores, e incluso olores.

La voz de su madre sabía a bizcocho recién hecho, la de su padre olía a caja de lápices sin estrenar, la de su hermana pequeña a leche con azucar, y la de la maestra a leña encendida. Las de Amador y Ángel eran casi siempre de un azul muy oscuro y sabían muy amargas, tanto, que al saborearlas no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.

Un fuerte golpe en la nuca le hizo caer al suelo.

-Esa ha sido por mierda y por blandengue... ¡Y encima se nos pone a lloriquear el muy cagón! Levanta de ahí mierdero. ¿Crees que así te librarás de lo que te mereces? ¡He dicho que te levantes, cabrón! Muy bien chalado de los cojones, tú lo has querido...

Apenas sintió los muchos que le siguieron. Aquella interminable serie de patadas y puñetazos apenas dolieron, Chechu sabía como mandar el dolor a un rincón remoto y oscuro, allí donde arrojaba los insultos diarios de los otros chicos, las vejaciones, las risas crueles y contenidas de los vecinos. Extrañamente, lo único que no pudo alejar de sí fue aquel fuerte escozor en la herida abierta de su sien. Amador y Ángel estaban de pie a su lado, exhaustos, abiertos de piernas, y entre carcajadas, orinaban sobre él.


... ... ...



-¿Es que mi hijo está loco Doctor? ¿Es eso lo que quiere decirme? ¿Es una especie de retrasado? ¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho mal? ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a mí? ¿Por qué, Dios mío, por qué?

-Tranquilícese señora, se lo pido por favor. Tranquilícese y deje de llorar. No es eso lo que le estoy diciendo... cálmese... Chechu no es un retrasado, y por supuesto, tampoco está loco. Lo que le ocurre a su hijo es algo poco habitual, pero eso no ha de ser necesariamente malo. La sinestesia es un síndrome, un conjunto de síntomas muy particulares y no una enfermedad, como usted se empeña en creer.

El médico se restregó la frente con ambas manos durante unos segundos, abandonó su enorme sillón, sacó un rotulador del bolsillo de su bata, y señalando a la mujer con él, se acercó a una pequeña pizarra blanca en la que comenzó a garabatear.

-Imagine que las distintas partes de nuestro cerebro fueran países, países separados por fronteras, países distintos con sus distintas características y costumbres. Hablo del país de los sabores, del país de los números, el de los sonidos, el de los colores... Imagínese ahora a los habitantes de esos países, todos ocupados en sus trabajos, en sus negocios, en sus casas, o viajando de un país a otro. Esos que viajan llevan y traen cosas, cosas que son típicas de sus países y extrañas a los demás. Pues bien, digamos que lo habitual es que sólo unos pocos viajen y que la mayoría no salga de su país, eso es lo que ocurre en la mayoría de los casos, en la mayoría de nuestros cerebros. Sin embargo en el de su hijo parecen no existir las fronteras, es más, sus habitantes están empeñados en viajar de aquí para allá sin descanso, sintiéndose en todas partes como si estuvieran en casa ¿Me sigue? –preguntó, mientras buscaba cualquier rastro de comprensión tras el pañuelo empapado en lágrimas.

-Para Chechu los conceptos matemáticos, los sentimientos, o los sabores son una misma cosa... Lo que no llego a imaginar es lo muy extraña y burda que le resultará a él nuestra forma de percibir y de pensar.

El médico calló entonces. Parecía buscar algo más que palabras, dejar por un momento de ser médico para hacer comprender a aquella mujer.

-Asuma de una vez el hecho de que su hijo posee algo que le hace especial, distinto de todos nosotros, diría que mejor, y por lo tanto precioso e insustituible. Ha de quererlo mucho señora, tenemos... debemos cuidar de un ser humano tan excepcional, comprenderle, impedir que llegue a sentirse rechazado, ayudarle a que crezca feliz y desarrolle sin traumas las infinitas capacidades que se esconden tras su don. Protejámosle del dolor, de la incomprensión, del odio, de todo lo malo del mundo, eso es lo más importante.


... ... ...



Chechu parpadeó con un solo ojo, el otro se resistía a abrirse del todo por la hinchazón de su mejilla. Estaba tumbado en el suelo, boca abajo, sobre un charco de algo tibio y maloliente. Se entretuvo unos instantes en explorar con la lengua el hueco sangrante de un diente perdido. A continuación alzó levemente la cara, y toda su atención se centró en el pequeño montón escombros que había justo a su lado. De su cima sobresalía una forma recta y alargada. Parpadeó unas cuantas veces más, hasta que su vista terminó por aclararse. Era un sucio y oxidado tubo de plomo que aún conservaba en su extremo el resto de un grifo. Extendió el brazo para agarrarlo por un extremo. Al sopesarlo, calculó si sería lo suficientemente largo, lo suficientemente recio, y una vez estuvo seguro, comenzó con la dolorosa tarea de levantarse.

Cada músculo de su cuerpo protestó por aquél primer intento, el segundo resultó mucho más fácil. Se apoyó en la tubería, pero además contó con la inestimable ayuda de un sonido que ya nunca olvidaría, la risa de dos chicos algo mayores que él. Estaban apoyados contra un contenedor de basura, al final del callejón, vueltos de espaldas, repitiéndose el uno al otro los detalles de su “lección al imbécil”

Ya caminaba casi sin cojear. No tenía muy claro lo que haría al llegar a ellos. Podía intentar negociar, amenazarles, suplicarles tal vez... Mientras avanzaba, continuaba con su exploración en busca del diente perdido, y cuando lo encontró, lo escupió con fuerza sobre un sucio tapacubos tirado junto a la pared. El diente bailó furioso sobre el metal y le recordó a esas bolitas blancas que se usan en las ruletas de los casinos. Antes de que se detuviera, Chechu apostó los cinco próximos minutos a rojo o negro.

-Rojo gana –dijo en voz baja.

Sonrió entonces, lo hizo a pesar del labio partido, a pesar de no estar contento.

Los demás pasos los dio con toda cautela. Acalló una lacerante punzada en su espalda y se encorvó al afianzar el tubo entre sus manos. Estaba por fin junto al contenedor, al otro lado los dos chicos continuaban con el atropellado relato de su última hazaña, despreocupados, dando por imposible lo que estaba a punto de suceder.

Chechu no dudó, ni siquiera pensó en lo que hacía. Golpeó con todas sus fuerzas en la pierna de Ángel y esta cedió con un extraño sonido a madera astillada. Amador le miró fijamente a los ojos, sin una sola palabra de por medio le dijo muchas cosas, le dijo que aquello no podía ser, que no le hiciera daño, que se arrepentía de ser como era, y le hubiera dicho muchas más de no ser porque el grifo en que terminaba el tubo le destrozó la boca de un solo golpe.

Les contempló durante largo rato allí tirados. Ángel se agarraba la pierna mientras lloraba y llamaba a su madre con una voz muy pequeña. Algo más lejos, Amador intentaba mantener dentro de su boca los pocos restos que quedaban de su dentadura con una mano, con la otra imploraba perdón mientras se acurrucaba en el rincón más infecto del callejón.

Chechu cerró su ojo con fuerza, y tras unos segundos, lo abrió de par en par. Tan sencillo gesto le sirvió para empezar a ser él de nuevo. Arrojó la tubería al suelo y terminó por conseguirlo. Los golpes ya casi ni le dolían. El recuerdo de todo lo ocurrido en aquél callejón quedó de pronto convertido en poco más que un mal sueño, una pesadilla que de puro desvaída, se evaporó en el aire sin dejar rastro.

Antes de doblar la esquina, ya tarareaba una canción que escuchó el día anterior en la radio de la cocina. Era una melodía muy hermosa, su estribillo le hacía sentir un suave y agradable cosquilleo en la punta de los dedos, en todos, menos en el meñique de su mano derecha. Comprobó que tenía una pequeña herida justo en el borde de la uña. Se llevó el dedo a la boca, y el sabor de la sangre hizo desaparecer el cosquilleo. De repente, y sin saber como, se sabía al dedillo toda la tabla de multiplicar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario