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domingo, 2 de mayo de 2010

BENITO EL EXPLORADOR

Dicen que hay que morir como mueren las buenas juergas, ni borracho ni sediento. Benito Barrientos jamás escuchó nada parecido, tal vez por eso nunca abandonaba las suyas hasta caer de rodillas, tal vez por eso nunca pensaba en la muerte.

Solía presumir de ser un hombre hecho a sí mismo, sin la ayuda de nadie. Decía la verdad. Tras años y años de completa dedicación, consiguió convertirse en un personaje más o menos conocido por todos, para los que más, era “El borracho de Benito”, para los que menos, sólo “Benito el borracho”

No sin gran esfuerzo, esa noche también logró arrastrar su rechoncho cuerpo hasta el portal de la casa de huéspedes. Allí tenía alquilado un lúgubre cuartucho sin ventana, solamente adornado con una triste bombilla y un camastro donde dormir las borracheras. Su hogar desde hacía mucho, desde la llegada de los malos tiempos, desde que un cáncer se llevó a su mujer, desde que le echaron del trabajo, y desde que le quitaron su casa. Tan sólo le dejaron su vacío, ese inmenso hueco interior, que por una simple cuestión de equilibrio, procuraba mantener siempre lleno de algo... vino, a poder ser.

Antes de eso su vida era normal, normal y estupendamente aburrida, convenientemente aliñada con más normalidad y su correspondiente ración de fracaso, triunfo, deseo, y frustración. La suya era que siempre soñó con ver mundo, al menos cualquier otra parte de él que no fuera aquél barrio sucio y gris en el que vivía. Siendo niño, ya se imaginaba convertido en uno de aquellos aventureros intrépidos de los libros de historia, aquellos que dedicaban su vida y su fortuna a descubrir lo inexplorado, lo que la mayoría de los humanos sólo veía dibujado en un mapa. Recordaba cada nombre y cada fecha, el pequeño Benito había pasado muchas tardes tras ellos, escalando, abriendo caminos a través de la jungla, recorriendo la antártida, temblando de emoción al llegar a las últimas páginas de aquellos viejos libros, confiando en que algún día, su apellido se escribiera al lado de los de Amundsen, Hillary o Livingstone.

Era un sueño que no le había abandonado a pesar de los años. Ni a pesar de su falta de redaños para mandarlo todo al infierno. Ni a pesar de haberse convertido en un apocado y solitario hombrecillo masacrado por el alcohol. Ni a pesar de todo lo demás. El suyo era un anhelo que se limitaba simplemente a permanecer vivo, a subsistir con la forma de esa diminuta y persistente chispa, que por alguna insospechada razón, se niega a apagarse del todo.

Ahora, ese hombrecillo entablaba un combate a muerte contra la cerradura del portal.

Balanceándose a un lado y a otro, obligándose a sostener el enorme peso de los párpados, intentaba encajar la llave en aquél huidizo agujero oscuro. Gracias a su insistencia y a un afortunado golpe de suerte, consiguió al fin abrir la puerta. Lo celebró con un desgarrado grito de júbilo que sólo sirvió para dos cosas, despertar a la portera, y provocarse un doloroso golpe de tos. Ambas terminaron de la peor manera posible. Con los hediondos restos de su escasa cena esparcidos por todas partes, y la iracunda mujer despertando a todo el vecindario con sus reproches y gritos.

Nada nuevo para Benito, que encogiéndose de hombros y sacudiendo las salpicaduras de los faldones de su sucia gabardina, comenzó a subir las escaleras como si nada hubiera ocurrido. Las miradas de desprecio clavadas en su espalda tras cruzarse con algún vecino, las amenazas de su casero de ponerle en la calle si no pagaba el recibo del alquiler, la amargura de saber que mañana habría más de lo mismo... estaba acostumbrado, con apenas un par de tragos podía encajar eso, y mucho más.

Lo único que no soportaba era aquella interminable ascensión hasta el quinto, la angustiosa sensación de ahogo que tras los primeros peldaños, se aferraba a su pecho y le obligaba a detenerse a cada poco. Cada descansillo era para él como un oasis en medio de su particular desierto de cinco pisos. A veces hasta caía en la tentación de tumbarse en el suelo y cometer el terrible pecado de cerrar los ojos, pecado que pagaba con la dolorosa penitencia de volver a ponerse en pie y retomar la ascensión.

De alguna parte de su embotada cabeza surgió la idea de que las fatigas por llegar hasta su piso, debían de ser muy parecidas a las de aquellos grandes exploradores que tanto admiraba. Pensó satisfecho, que al fin y al cabo compartía algo con ellos. Eso le ayudó a subir un nuevo tramo, el último repecho antes de dejarse caer sobre el somier sin colchón de su cama.

En busca de la llave, palpó los bolsillos de su gabardina, lo hizo varias veces, y cuando estuvo seguro de no llevarla encima, pensó que tal vez se le habría caído al suelo. Conteniendo un repentino mareo, miró a su alrededor y no vio nada. Dio unos pasos atrás y se maldijo a sí mismo por haberla perdido. Intentó patear la pared con rabia, perdió el equilibrio al tomar impulso, y trastabillando, fue a dar contra los escalones que había a su espalda.

Necesitó de unos minutos para poder encajar aquella nueva demostración de torpeza. Aún doliéndose del fuerte golpe y algo mareado, se imaginó a sí mismo despatarrado en aquél descansillo, pálido como un muerto, con el aspecto astroso y ridículo que ya siempre le acompañaba. Entonces se dio cuenta de algo muy curioso. Creía que su piso era el último, no sabía que hubiera nadie más arriba. Pensó que lo habría olvidado... que el vino tenía esas cosas.

Se puso en pie, y mientras se frotaba su magullado trasero, contempló aquellos escalones. Se preguntó a donde llevarían, nada más hacerlo se rió de tan estúpida pregunta. “Amundsen, Scott, Marco Polo, Livingstone... os vais a enterar de quién soy yo” Dijo Benito con un hiposo susurro. Y sin pensarlo dos veces, apenas una sola, se aferró al pasamanos para comenzar la subida.

Ni siquiera desperdició un segundo en echar un vistazo hacia arriba por el hueco de escalera. No había tiempo... tenía que aprovechar ese impulso que ahora sentía, esa fuerza que a veces prestaban las buenas borracheras, las que por unos momentos, convertían al mono tambaleante en un auténtico tigre. De ese modo subía aquellos peldaños, devorándolos, de dos en dos, de tres en tres, piso tras piso, sin ceder al desanimo ni al cansancio, tal y como lo harían sus admirados héroes al sentir en el aire la cercanía de una cumbre.

Para ir más ligero, hizo como ellos. A medida que subía fue desembarazándose de cualquier lastre innecesario: de su raída y apestosa gabardina, del incómodo sentido común que se empeñaba en hacerle regresar para continuar con la búsqueda de su llave, del sentimiento de culpa por haber malgastado su vida, de la pena, del miedo que llegaba tras la pena, de la misma borrachera, incluso de la molesta certeza de que en todo aquél barrio no existía ningún edificio de tantos pisos.

Y así, con la mente despejada y en un estado de euforia que nunca había conocido, se enfrentó a aquél último escalón. A pocos metros de él descubrió una puerta, pero no una puerta como las demás, era una puerta con un aspecto muy diferente, adornada con delicadas incrustaciones de lo que parecía plata y oro, rodeada de un ancho marco labrado en marfil...

Al acercarse, antes incluso de llegar a rozarla siquiera... la puerta comenzó a abrirse muy lentamente. Un anciano de barbas blancas, aspecto afable, y entrado en carnes, le sonreía mientras jugueteaba con la infinidad de llaves que colgaban de su ancho cinturón.

A Benito sólo se le ocurrió decir: “San Pedro... supongo”



Imagen:jovisala47

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