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miércoles, 5 de mayo de 2010

CUESTIONES DE PAREJA


















El edificio gris era un almacén de sombras, de seres sombríos, inmóviles, como puntos en un mapa. Sombrías e inmensas salas, abarrotadas de comas. Sombríos e interminables pasillos llenos de puntos suspensivos... aquél asilo no era el mejor lugar del mundo para poner punto y final, para empezar de nuevo.
Su edad tampoco ayudaba demasiado, pero lo tenía decidido, había llegado el momento de dar un giro total a su relación. No le importaba la opinión de los otros, ni siquiera la de sus amigos. Sabía de sobra que allí, todos le tomaban por loco. Ya pocos se molestaban en disimular las maliciosas sonrisas, en interrumpir los crueles chistes al cruzarse con él.
Olvidarse de los demás, olvidarlo todo, y con tal de hacerla feliz, destruir al viejo mentecato que antes era. En eso emplearía el tiempo que le quedaba.
Para empezar, era preciso desembarazarse de los malos hábitos, acabar de una vez por todas con la rutina, con esa odiosa y anodina costumbre del “sábado sabadete” Hacerla sentirse alguien muy especial, la única dueña de su corazón, la reina del gran baile, la princesa del cuento que él le escribiría cada día del resto de sus vidas.
No llegaba a explicarse su imperdonable falta de sensibilidad hacia ella, hacia la que durante tantos y tantos años le había acompañado en los buenos y en los malos momentos, siempre en silencio, aceptando de buen grado todas sus decisiones por absurdas que estas fueran. Quiso encontrar palabras para definir su lealtad sin límites, su generosidad, su apoyo incondicional, y por más que buscó, sólo una encontró. Amor.
Lo tenía todo preparado desde hacía semanas. Esa misma noche le iba a proponer escaparse juntos. Aprovecharían un momento de confusión, ese que siempre había cuando se acaba la hora de las visitas. La llevaría a un buen restaurante, uno de esos caros y románticos. No habría más remedio que hablar del pasado, de lo que ya no tenía solución y era mejor olvidar, pero también del futuro, de todo lo bueno que les quedaba por vivir. Después pasearían por el parque, acompañados de lejos por un par de violinistas que había contratado. A continuación preguntaría si la apetecía sentarse un rato, entonces la llevaría de la mano hasta el estanque, hasta un rincón que él ya conocía, un banco adornado con flores, allí le contarían a la luna llena cuán grande era su pasión.
Entonces, y sólo entonces, la besaría. Como si fuera la primera vez. A pesar de sus muchos años, sin importarle la presencia de los músicos, al fin y al cabo ya eran otros tiempos.
Todo aquello le supondría un buen dinero, pero no repararía en gastos, eso de ahorrar para la vejez y las malas rachas fue la idea más estúpida que nunca tuvo. Ya era demasiado viejo y no le quedaban muchas más rachas. Había llegado el momento de apurarlo todo... y con ella a su lado.
Un poema. En ese preciso momento, la idea de escribir unas pocas líneas sobre lo que sentía su corazón le pareció apropiada. Al siguiente necesaria. Poco después, urgente y vital. Tenía tanto por hacer, tanto por deshacer...
Y por fin llegó el momento.
Con el corazón entre las manos, él habló y habló sobre sus renacidos sentimientos, sobre la felicidad que el mundo les debía, sobre lo importante de no dejar escapar aquellos últimos sorbos de dicha, de lo divino y de lo humano, de los cielos y la tierra. Ella no dijo palabra.
Ni un ligero gesto de aprobación ante su sentida confesión de culpabilidad. Nada. Permaneció inmutable, absolutamente apática, sin dar muestras de emoción alguna frente a sus promesas, a sus ruegos, y por último, a sus lágrimas.
Tal vez fuera por su amargura, algo comenzó a cambiar dentro de él. Sin tiempo para poder ponerle nombre, un negro sentimiento de frustración se abrió paso en su pecho. De su mano llegó otro aún más oscuro. La ira.
No comprendía aquella sádica muestra de crueldad. Habría aceptado los reproches, los reparos a creer en sus juramentos, incluso una firme negativa a sus deseos de olvidar lo pasado. Cualquier cosa antes que aquella insoportable indiferencia.
Con la mirada en el suelo, imaginó los restos humeantes de su felicidad, la de los dos, la que había llenado sus sueños durante mil noches en vela, la que ya era imposible porque ella la había matado.
Esa misma noche, forzó la cerradura de su habitación y caminó sin rumbo por los desolados pasillos. La casualidad le llevó hasta las cocinas. Allí, entre la penumbra, su cuerpo decidió por él y se sentó en un rincón. Contempló la interminable y ordenada fila de cacerolas que colgaban del techo; sobre la gran encimera y perfectamente alineados, los cucharones, los cuchillos, la puerta del horno entreabierta...
Fue entonces, en el instante en que el blanco de su mente se hizo más intenso, cuando lo asumió por completo. Su vida junto a ella era imposible, eso significaba sufrimiento. Se puso en pie, y avanzó con paso firme hasta la encimera. Probó varios cuchillos en su propia carne, eligió el más afilado, enterró en un profundo foso aquello que antes era amor, y se decidió a cortar por lo sano.
Durante los meses que siguieron, aquello fue el tema de conversación más socorrido entre los empleados del centro. La noticia salió en todos los periódicos y supuso la destitución del encargado de seguridad del hospital psiquiátrico. Este se defendió de todas las acusaciones en una multitudinaria rueda de prensa en la que declaró:
“No soy responsable de nada de lo ocurrido, a los locos sólo se les ocurren locuras, y estas son cosas que pasan. A este se le ocurrió meterse en las cocinas y cortarse la polla con un cuchillo, vayan ustedes a saber lo que tendría en la cabeza...”


Imagen: remed_art

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