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domingo, 23 de mayo de 2010

EL ENVIADO

Pablo estaba muy enfermo, siempre lo estuvo, se recordaba de niño y ya entonces se veía enfermo.

Su vida entera había sido un compendio de inexplicables padeceres y breves alivios que terminaron por agotar hasta al más voluntarioso de los médicos. Ya desde su más tierna infancia, vivió acompañado por un perpetuo dolor de cabeza. Con el tiempo, había logrado convertirlo en poco más que un molesto vecino, pero ahora, en la vejez, ese vecino había tomado la odiosa costumbre de alquilar habitaciones. Nuevos males sobre los antiguos, cada vez más exóticos, cada vez más insufribles, menos familiares. Sólo una cosa le confortaba en aquel infierno. Era el enviado.

Estaba seguro de que todo lo malo que le ocurría, formaba parte de una prueba. De algún modo debían comprobar la calidad del que había sido escogido entre todos los habitantes del mundo. Demasiadas cosas dependían del acierto en la elección, por eso era preciso tal tormento y durante tanto tiempo.

El soportar lo insoportable durante toda una vida tuvo lógicas consecuencias sobre su carácter, que huraño de por sí, le había llegado a convertir en un ser amargo y solitario. De no haber sido por las regulares visitas de su amigo Hilario, habrían pasado meses enteros sin que Pablo intercambiara una sola palabra con otra persona.

Hilario era sólo un poco más joven, y aún ciertamente achacoso, todavía era capaz de echarle una mano en lo más imprescindible: dejaba algo de comida preparada, lavaba la ropa, limpiaba la casa...
Pero eso era en realidad un mero pretexto. Lo que pretendía Hilario era mantener a Pablo en este mundo, no permitir que enloqueciera por completo ahogado en sus mesiánicos delirios, ser la única parte razonable en la vida de su amigo, y poco a poco, intentar sacar de su confundida cabeza todas aquellas absurdas ideas.

Discutían durante horas sobre lo mismo. Pablo estaba absolutamente convencido de que los habitantes de un lejano planeta llamado Zilux Lamprae le habían abducido siendo niño, y que en su interior depositaron un importante mensaje. La clave que salvaría a la Tierra de una inminente hecatombe. El problema era que por alguna razón, su cuerpo malinterpretaba el mensaje y lo transformaba en enfermedad. La solución, aislarse de todo y de todos para eliminar así las interferencias.

A ojos de Hilario, en la cabeza de Pablo anidaban bandadas enteras de pájaros, cientos de manías y rarezas sin catalogar que harían las delicias de cualquier psiquiatra, pero esa enloquecida obsesión por creerse “El Enviado” era el origen, la principal responsable de todas sus calamidades. El verdadero mal al que iba a poner remedio de una vez por todas. Ese mismo día, nada más llegar a casa, abrió el listín telefónico, apuntó un número y una dirección.

La siguiente visita iba a ser muy distinta de todas las demás. Pablo lo supo nada más escuchar la voz jadeante de su amigo tras la puerta. Prácticamente sin aliento, Hilario le preguntó si conocía ya la gran noticia que llenaba los periódicos y de la que hablaban sin parar en radio y televisión. Pablo no sabía de qué le hablaba, y con su sempiterno mal humor, le espetó que hacía ya mucho que se había librado de semejantes cachivaches. Hilario parecía no escucharle, todavía no daba crédito a lo ocurrido, y aún así, intentó explicarse sin mezclar las palabras. La locura de Pablo se había hecho realidad... a medias.

Aquella misma mañana, en el centro de la ciudad, habían aterrizado varias naves de supuesto origen extraterrestre. De la más grande, descendió un ser de forma humana que decía venir en busca del enviado, la persona elegida entre todos los habitantes de la tierra para intermediar entre ambas especies... lo más curioso es que ese enviado, resultó ser una pobre anciana que malvivía en la calle. El extraterrestre afirmó además, que su pueblo procede de una lejana galaxia, más concretamente de un planeta denominado Zilux Lamprae, que llevaban casi un siglo de nuestro tiempo emitiendo señales para contactar con la anciana, que dichas señales pudieran haber causado serias molestias a otros humanos y confundir sus mentes...

Cuando Pablo pudo por fin reaccionar, negó con ahínco cada palabra de su amigo. Le acusó de intentar engañarle mezclando verdades con mentiras. Él era el único enviado, la anciana una impostora, todo era una farsa, no podía ser verdad. Entonces Hilario sacó del bolsillo de su chaqueta un periódico, y lo puso sobre las piernas de Pablo. Con sólo ojearlo, sus manos comenzaron a temblar sin control, rasgando las páginas, apretándolas entre sus puños. Sus ojos empañados de lágrimas apenas si le dejaron leer unas pocas líneas bajo los titulares.

Hilario se marchó sin decir nada. Convencido de haber curado a su amigo, y antes de volver a casa, fue a la imprenta donde le habían diseñado el falso periódico para encargar alguna copia más.

Decidió dejar pasar unos días antes de volver. Estaba seguro de que un poco de soledad le vendría bien para reflexionar y aceptar definitivamente que no era ningún enviado. Ya se le ocurriría más adelante como borrarle de la cabeza el resto de su locura. Era una simple cuestión de tiempo.
Una semana después fue a visitar a Pablo. Pulsó el timbre un par de veces. A la tercera, se percató de que la puerta no estaba cerrada del todo, la empujó, y tragando saliva, entró en la casa. Su instinto le aconsejó que no encendiera la luz por el momento. Avanzó casi a tientas por el oscuro pasillo, repitiendo a cada paso el nombre de su amigo, apenas susurrándolo, conteniendo a duras penas el mal presagio que le empujaba hacia la calle. Una parte de sí mismo le reprochó tanta precaución. Su amigo debía de haber sufrido un accidente, un infarto, un asalto tal vez. Podía necesitar su ayuda urgentemente, y él sólo era capaz de temblar como una vieja asustada. Entró en el dormitorio de Pablo con decisión, y se golpeó fuertemente contra algo situado en medio de la sala. Cayó al suelo, palpó el suelo a su alrededor y no encontró nada. Estaba desconcertado, se preguntaba dónde habría ido a parar aquello contra lo que chocó.

La respuesta llegó al intentar levantarse. El balanceante cuerpo de Pablo colgado por el cuello, el cordón del batín apretado en torno a él, su extremo anudado a una vieja lámpara, prendido a una pernera del pantalón un papel arrugado con algo escrito:

“Tenías razón Hilario, no soy el enviado”


Imagen: huevosmuygordos

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