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sábado, 8 de octubre de 2011

LA DUDA DE LEO

Leopoldo es amigo mío desde hace muchos años... ahora que lo pienso, no recuerdo no haber sido amigo de Leo.

Leopoldo tiene un sólo hijo, un chico de dieciocho años que dicho en pocas palabras, le ha traído de cabeza.

Apenas era un niño, y Roberto ya me parecía un chico raro, canijo, apocado, huraño, puñetero, legañoso, y feo, el chico más feo que he visto en mi vida.
Pero como todos, Roberto siempre ha tenido una gracia, una especial habilidad que ya desde muy pequeño se convirtió en su pasión y en el asombro de todos los cumpleaños. Las matemáticas.

Leo nunca ha sido feliz con tal don, siempre decía que aquello le separaba de los demás niños, que le convertía en un bicho aún más raro ante sus amigos, que él hubiera preferido que su hijo fuera un gran guitarrista, un as de los deportes, y cosas así.

Con el paso de los años y en plena cuesta adolescente, Roberto tuvo lo que se dice una mala racha, reculó contra las tablas del banco de un parque, se enamoró de una litrona, y tropezón tras tropezón, llegó hasta un tribunal de menores sin haber cumplido los dieciseis.
Leopoldo lucho por su hijo con todas sus fuerzas, luchó contra la calle, contra la administración, contra las malas compañías, contra sus propios prejuicios, y contra su hijo mismo... y Leopoldo venció.
Encontró en tan especial habilidad con las matemáticas, al mejor aliado para sacar a su Roberto de aquella montaña rusa sin tuercas, y en un par de años todo cambió.

Las matemáticas han vuelto a ser su pasión, sigue siendo raro entre los raros, pero ya no se pasa las tardes mirando al vacío, las buenas notas de antaño se han elevado hasta lo espectacular y ya sólo llegan cartas y reconocimientos de sus profesores por su trabajo en el instituto.

Por eso no me explicaba la cara de Leopoldo cuando vino a verme el otro día. Era la misma cara plomiza que ponía al contarme la última fechoría de su hijo, era la misma cara de cuando creía que estaba todo perdido, y a la vez era distinta. Ahora había algo más, había rabia, indignación, odio... y hasta un punto de locura.

"Roberto lo deja todo" me dijo.

Me explicó que a pesar de tener una nota media de diez y medio, Roberto no va a ir a la universidad, que le falta medio punto para conseguir entrar en la carrera que él quiere, que no quiere otra, que no hay manera de convencerle, que han quitado las becas, que el trabajo en la fábrica está fatal, que apenas llega a fin de mes, que no puede pagar la fortuna que le piden en una privada, que el chico dice que se va a trabajar con un antiguo colega del parque...

Entre llanto y llanto me pregunta si eso que escribí en el blog es verdad, eso de que la enseñanza privada de los ricos se subvenciona al cien por cien con el dinero de los impuestos de todos los demás. Yo le contesto que sí con la cabeza, el nudo de la garganta no me deja casi tragar saliva.

Leopoldo se queda entonces pensativo, con ese aspecto del que no sabe qué hacer, del que no sabe qué hará cuando lo sepa.
Y así se marchó, dudando a manos llenas.

Sin saber qué camino tomar. Sin saber si se quedará quieto mientras el futuro de su Roberto se va a la mierda, o si se tomará la satisfacción de ajustar cuentas con los responsables de su ruina mientras ve como el futuro de su Roberto se va a la mierda.

¿Cuántos Leopoldos habrá ahora mismo subiendo y bajando la misma acera?
¿Cuántos decidirán buscar un bar, y cuántos una lata de gasolina?

Y tras mucho cavilar...

¿Cuántos elegirán vaciarla en su propio coche, y cuántos sobre un coche oficial?

Eso creo yo.




Imagen: Ernesto Rodera

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