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viernes, 25 de marzo de 2016

EL HOMBRE QUE HACÍA DE TODO, SOBRE TODO PASAR MUCHO TIEMPO EN LOS BARES COMENTÁNDOLO Y TOMANDO COPAS.



Aquél hombre tenía la costumbre más rara en estos lares. Cuando se topaba con alguien que hacía algo (lo que fuera) que a él le parecía digno de admiración, lo abrazaba, le daba cuanto tenía, y se convertía en su amigo. De ahí que muchas veces muchos ignorantes tacharan a Moncho Alpuente de demasiado adulador con las obras de sus más cercanos... que nunca fueron pocos.

En mi caso fue tal cuál. Un desconocido que se hizo con mi teléfono para llamarme y derramar sobre mi estupefacta persona todo lujo de piropos y sentidos agasajos en relación a cierto escrito que la casualidad (vestida de Fernando Llovet) tuvo a bien hacer llegar hasta sus pequeñas manos. A continuación, una cita en el Café Manuela para esa misma tarde... y desde ahí, veinte años en los que rara ha sido la vez en que ha pasado una semana sin una charla larga y tendida con mi amigo... y con otros muchos, que del mismo modo que yo, (o parecido) habían caído en las redes de aquella inmensa humanidad.

Antes de eso, la vida intensa y polifacética de la hablan los periódicos, infinidad de aventuras y travesías en las que enrolaba al menos pintado, al talentoso, al soñador, al valiente... y nunca al memo cuya única función consiste en poner la pasta. De semejante inconveniencia para el éxito personal hizo su propia ley... y a la larga, su propia sentencia.

Sirvan los siguientes como ejemplos de tamaña y divina insensatez...

En cierta ocasión Moncho y Carmen Maura ejercían de presentadores durante cierta megafiesta de autobombo en la redacción de El País... tiempos aquellos en los que se cortaba el tráfico de las calles aledañas para bien del festejo... tiempos aquellos en que la mano de Jesús Polanco, también conocido como "Jesús del Gran Poder",  mecía todas las cunas de España (incluso las de los Aznar-Botella)... tiempos aquellos en que todo eran brillantes burbujas y brillantes chaquetas de brillantes lentejuelas. Don Jesús se retrasaba más de lo habitual, e incluso bastante más de lo necesario como para disfrutar de una estelar llegada en solitario y así no compartir cámaras ni miradas con otros asistentes. Como era de suponer, nadie osaba descorchar sin la presencia de Don Jesús, ni siquiera para darle un furtivo bocadito al pico de un canapé. Así pues, tanta tardanza terminó por poner a prueba la destreza y el descarado ingenio de los presentadores, y como de eso sobraba, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Carmen Maura tomó al asalto aquél escenario y micrófono en mano espetó a los asistentes algo parecido a que el fiestón no empezaba porque la estrella de la noche había sufrido un percance inesperado que le había obligado a retrasarse... que se trataba nada más y nada menos que de Paul Anka (celebérrimo cantante americano de los sesenta cuyo nombre sonaba casi a Polanco).

Dicen que las risas duraron toda la noche, que el chascarrillo sobrevivió hasta casi un mes más tarde, pero mucho antes de eso, Don Jesús ya sabía quién era el autor intelectual de tan terrible atentado. No procedía el uso de un francotirador apostado frente al portal de Alpuente porque ahora las cosas ya no se hacen así, pero muy probablemente, los tentáculos de aquél imperio que se alargaban por todos los rincones de la vida en España sufrieron una pequeña sacudida... porque así era el Grupo Polanco, generoso impulsor de sus protegidos hacia la fama... o enterrador que lenta pero eficazmente, sepultaba hasta el cuasianonimato, a quienes no mostraban cuando menos respeto, ni cuando más, absoluta obediencia. No era por nada que tanto Jesús de Polanco como Juan Luis Cebrián solieran emitir, incluso en público, sentencias de invisibilidad perpetua con apenas seis palabras "Ese no es de los nuestros".

No es mentira que en cierta ocasión, posterior al episodio antes nombrado, y tras cierto encontronazo de Alpuente con la Planta Noble del periódico en defensa de un compañero, fuera el mismo Cebrían el se hiciera el encontradizo en medio de un pasillo, y pasando el brazo por encima de los hombros de Moncho, le dijera con media sonrisa y en voz bien alta para que todos lo oyeran: "Oye Moncho... te tengo que preguntar una cosa y siempre se me olvida... ¿Tú qué eres? ¿Cómplice o empleado?". Moncho respondió como quien sólo tiene una respuesta... "Empleado", dijo... y a partir de entonces la ya pronunciada rampa de salida se inclinó un poco más... y más... y más... hasta hacerse tobogán.

Desde entonces los artículos en El País se espaciaron cada vez más para quien había escrito ya el primero al mes de nacer el periódico... pero eso era algo a lo que ya casi estaba acostumbrado... a no bajar la cabeza... a sufrir las fatídicas consecuencias de no querer vivir en ese mundo del "tanto asientes tanto vales".

Incluso mientras aquél tobogán se inclinaba, y en su afán de ir sembrando ojerizas a su paso, no dejaba de lanzar rejones de muerte sobre gente poderosa, rejones especialmente afilados en forma de columna semanal sobre el lomo de la por entonces Emperatriz del Partido Popular, Esperanza Aguirre... y acertaba... vaya que si acertaba. Tanto acusaba el castigo la siniestra lideresa que en más de una ocasión, y en mi presencia, el coche oficial de Esperanza se paraba en medio de la calle del Pez para bajar su ventanilla trasera y comentar en voz baja con "su admirado" Alpuente la penúltima satisfacción de haber sido asaeteada (otra vez) por su aguda pluma.

Incluso mientras resbalaba por aquél tobogán rechazó sin dudar las manos sucias que le ofrecían... una suculenta entrada en el PSOE... una posición privilegiada en una lista electoral... una resplandeciente concejalía de cultura... una estupenda salida laboral... un llevarse el dedo a la ceja y subirse al carro de la gente guapa que por aquél entonces daba cobertura a un miserable en apuros electorales llamado José Luis Zapatero y a su cohorte de sátrapas.

Hubo más... muchos más... hubo aquél guión de un sarcástico skecht sobre la alteza de la Infanta Elena en “El peor programa de la semana” que fue eliminado de antena cinco minutos antes de ser emitido... otro punto de mira sobre su pluma... y uno de los más flagrantes casos de censura de la democracia española.

Siempre recelo de los que, tras los empellones que a todos nos reserva la vida, siempre caen de pie... sea cual sea la altura a la que el inevitable trompazo les envíe. No me fío de quienes siempre toman tierra con las cuatro patas sobre el suelo, porque eso significa que se adaptan, que dejan de ser quienes eran para convertirse en la forma de vida más conveniente para encajar el costalazo. Tienen sin embargo mi confianza los magullados, los expertos en romperse la crisma contra el empedrado, los que señalan con el dedo todo lo mezquino de este mundo, y no dejan de hacerlo ni siquiera cuando sienten el crujir de los propios huesos. Moncho se los rompió todos... no había un sólo rincón sano en toda su enjuta osamenta.

Otros no... otros parecen haber nacido ayer... otros parecen tan enteros... pero no tan íntegros.






"Moncho Alpuente hizo de todo...  pero sobre todo pasó mucho tiempo en los bares comentando lo que hacía y bebiendo con amigos"

Habrá que preguntar al Gran Wyoming si mi amigo merecía una frase de despedida así... si la necesidad de ser permanentemente gracioso y ocurrente conduce sin remedio hacia esa agria condescendencia... hacia esa levitación en directo... habrá que preguntarle si llevarse el dedo a la ceja en el momento adecuado y sonreír con sonrisa de empleado te aleja de los apuros económicos y de la vulgaridad de los bares...  habrá que preguntarle también de qué manera escoge a los amigos para no tener como Moncho, el problema de arrastrar tras de sí "ese espectro de amistades que tiende al infinito".

Moncho tenía sus defectos, sus flaquezas, sus vicios, sus contradicciones, sus cerrazones, sus sinsentidos... esa docena de caras de las que ninguno nos sentimos demasiado orgullosos... y contra ellas, doscientas doce facetas por las que uno puede sentirse muy afortunado de haber compartido incontables botellines, incontables risas, incontables discusiones, incontables chascarrillos, incontables regresos a paso lento por su calle del Pez... hasta su casa... hasta esa última vez, en que sin saberlo, me despedí de él para siempre.

Ahora le imagino estupefacto... con esa expresión tan suya de asombro con que tantas veces se enfrentó a lo chusco... a la envidia... a la ingratitud...  a la codicia... al desprecio... a la injusticia... a la impostura... a la arrogancia... y a esa parte de la vida que le resultaba imposible comprender.

Nunca lo dijo, al menos en mi presencia, pero aún sabiéndose sobradamente querido, seguro que le habría gustado recoger algo más de lo mucho y bueno que sembró... algo más de cuidado... para su bonsái, su pay pay, su parquet, su caché... para quién ahora vive (para siempre) en los poros de mi piel.